RobertoFarriol

Antropología del arte

2011

Antropología del arte.

 

I. Sobre la influencia del acontecimiento multicultural en arte contemporáneo.

 

Aldo Enrici [1]       2011

 

La historia del arte es una historia inexacta, “a contrapelo” de la Historia cronológica de reloj, de una equiparación de lo inexacto a partir de un instinto inmemorial hacia la exactitud. En esto es digno lo representable o la imagen, en mantener una lealtad sin daño a la naturaleza de la idea y a la idea en estado natural. Cualquier daño sobre la naturaleza de la idea no debe ser entendido como la utilización de los arbitrios de la naturaleza, sino como algo a la vez estético pero ético en consecuencia. Lo estético está en asemejarse, lo ético en no forzar la exactitud para lograr una imagen semejante a la naturaleza: una energía –el viento o la marea-. Hablamos de historia cuando se trata de buscar el pasado no como una cosa fija y exacta, ni siquiera como un proceso continuo. No es un saber fijo ni un relato causal, con lo que entonces: “será necesario renunciar al secular modelo del progreso histórico (…) toda negación sirve de segundo plano a los lineamientos de lo vivo, de lo positivo, de suerte que los fenómenos llamados ‘caducidad y decadencia’ deben ser considerados como los precursores, los espejismos de las grandes síntesis posteriores” (Didi-Huberman, 2006, pág. 136). George Didi Huberman fija este modelo de historia inexacta obre la base de los textos de Benjamin, en especial las Tesis sobre la filosofía de la historia (Benjamín 1967). La imagen constituye para Benjamin el fenómeno originario de la historia: una imagen es aquello donde el tiempo pasado se encuentra con el ahora en un relámpago, formando una constelación. En otros términos, la imagen no hace otra cosa que reconocer la dialéctica en suspenso, que no considera la dialéctica en superación, sino la exención de resolución y hasta en retraso (dialectik im stillstand). Mientras que la relación del presente con el pasado es puramente temporal, la relación del tiempo pasado con el ahora presente es dialéctica: no es algo que se desarrolla, sino una imagen entrecortada, diferente a la semejanza en sentido comparativo, que puede ilustrarse en el entrecortamiento de las fotos de la cinta cinematográfica o en la apreciación de una cámara lenta, a lo que Huberman llama “malicia visual” del tiempo en la historia. Como un ritmo extraño que desmonta la historia y arroja a la confusión.

 

La imagen desmonta la historia como el desarme de un reloj. El reloj deja de funcionar. Está en un suspenso que “trae aparejado un efecto de conocimiento que sería imposible de otro modo. Se pueden separar las piezas de un reloj para aniquilar el intolerante tic-tac, pero también para entender mejor cómo funciona. Tal es el doble régimen que describe el verbo desmontar: de un lado la caída turbulenta y del otro el discernimiento, la deconstrucción estructural” (Didi-Huberman, 2006, pág. 156).

En el arte el montaje supone la disociación previa de lo que construye, como efecto del desmontaje, por lo que en suma se re-monta a un “no saber” turbulento, fracturado, como futura naturaleza exacta, justipreciándolo por los andrajos, el deshecho en lugar de lo sintético y lo compuesto significativo.

Esa es la naturaleza exacta, la que no hay que perforar ni destruir sino recoger en jirones o preservar con esfuerzo.

 

Queremos hablar de una fotografía. Tan solo de una fotografía en la que dos puertas antiguas se abren y desabrigan un interior arcaico pero que muestra un exterior con mayor desabrigo, como si la memoria se abriera desde una vieja cultura que perece a una cultura presente para darle cobijo. Martín Heidegger sostiene que a la vez que a nuestro desabrigo le pertenece, en la hegemonía de la objetividad, la desaparición de las cosas conocidas, la certeza de nuestra condición requiere también un socorro de las cosas fuera de la pura objetividad. Resguardo que consiste en que las cosas, dentro del más dilatado círculo de la completa perspicacia, puedan descansar en sí mismas, “lo que significa que puedan descansar sin límites unas en otras”. (Heidegger, 1960: 255).

 

Lo otro rememorativo

 

Habrá que pronunciar que el volverse la desprotección hacia la existencia transitoria, dentro del mundo, deba comenzar por que cambiemos lo perecedero y por tanto pasajero, lo que pasa de las cosas objetivas, haciéndolas salir fuera de lo interior y lo invisible de la conciencia únicamente productiva e introduciéndolas en lo verdaderamente interno, en lo familiar del espacio del corazón para dejarlas surgir allí de modo dolorosamente invisible. Lo objetivo es salvado dentro de una actividad de apropiación liberadora de las cosas como objeto. En la carta a Muzot del 13 de noviembre de 1925, citada por Heidegger (1960: 254,255) Rilke dice: “... nuestra tarea es imprimir en nuestra alma esta tierra provisional y perecedera de modo tan doloroso y apasionado que su esencia vuelva a surgir en nosotros ‘invisible’”.

 

En el “nosotros invisible” la interiorización es una acción rememorante que vuelve nuestra esencia, cuyo carácter sólo consiste en querer e imponer, junto con sus objetos, en el ámbito más privado. Acontece una interioridad total: no sólo todo permanece vuelto hacia esto verdaderamente interno, sino que dentro de esta forma  interna una cosa se vuelve libre de límites en lo otro, en su rememorante situación de lo interior que acontece en la protección de lo otro rememorativo. La interioridad del espacio interno del mundo nos libera en lo abierto. Dentro de lo interior está la apertura.

 

Sólo lo que retenemos de este modo internamente, en la cueva del corazón, lo sabemos verdaderamente y externamente, de memoria. En eso interior somos libres, fuera de la relación con los objetos que nos rodean y que sólo nos protegen en apariencia. En apariencia estamos rodeados de la objetividad que nos vacía y nos fuerza a un presente de dependencia.  Si queremos narrar cómo puede esa interiorización rememorante de eso ya inseparablemente objetivo de la conciencia ocurrir en lo más íntimo de uno mismo, Heidegger apunta que pertenece a lo interior y lo invisible. Tanto aquello interno rememorado como aquello hacia lo que se rememora tiene esa propiedad, o algo muy propio: “La interiorización rememorante invierte la separación y permite entrar en el más amplio círculo de lo abierto”.

 

Solo y a partir del riesgo, desde la forma más desprovista de una cultura de objetos, del riesgo de no concebir la cultura como lo creado para protegernos, nos desligamos riesgosamente. En este sentido la cultura nos protege, pero nos protege de nuestra interioridad, entonces nos limita de la rememorante inclinación a concebir lo opuesto al interior. Habría en este caso una posibilidad de la cultura de ser vista desde dos modos.

 

Un modo a la manera de todos los objetos que nos rodean lo hacen de forma pasajera, de tal forma que en la medida en que nos acercamos desaparecen. Otro modo es considerando que los objetos pueden atesorarse desde un interior en el cual se envuelven en una actitud de rememoración arriesgada, aunque sin pérdida. Lo arriesgado debe ser de tal manera que incumba a todo elemento, en la medida en que es ente. Esta es la condición de arriesgarse.

 

Considerar un alejamiento del ser de las cosas, para acceder al mismo ser como una concavidad cavernosa, un alero desde el que se permite internar a cada ente más allá de su utilidad. El ser Pensando desde la caverna del ser, arriesga ese recinto, el recinto del lenguaje desde donde ya no utilizaríamos un vocabulario técnico sino un vocabulario hospitalario. Por eso, si existe algún lugar en el que sea posible la inversión fuera del ámbito de los objetos y su representación, en dirección hacia lo más íntimo del espacio del corazón, ese lugar se halla única y exclusivamente en ese recinto.

 

Malestar y prohibición

 

La cultura impone requisitos para poder ser instaurada, como la veneración de la belleza, el orden, o la forma de relacionarse con otros miembros. Impone una determinada claridad de límites que, actuando en conjunto logran la preservación de espacios de recreación que le permiten alcanzar al hombre un desarrollo físico y psíquico. Lo realmente atroz en la falta de cultura es que no existe sistematización alguna en el obrar de estos requisitos, teniendo que ser el hombre educado ambiciosamente, lo cual habría dado derivaciones neuróticas, como una suerte de malestar proveniente de la misma exigencia cultural y en esa exigencia como malestar. Se podría decir que el resultado del desarrollo cultural es el sentimiento de culpa, o la prohibición de la felicidad por haber sostenido la cultura dentro de otra cultura (Freud, 2006, VIII)[2].

 

La convivencia humana es viable cuando se consigue la sustitución del poder del individuo por el de la comunidad, logrando así un paso cultural decisivo ya que se establecen condiciones equitativas, pero simultáneamente para dichas condiciones deben regir restricciones, las cuales van a tener como órganos de control al orden jurídico y a la justicia. Aquí ocurre un desequilibrio entre lo moral y lo legal[3].

Al no soportar tanta exigencia de equilibrio se intenta evitar el afecto corporal, la imposición de la fuerza de lo natural y aquel que no es de nuestra familia. Esta forma de evitar es angustiante, pues se trata de evitar lo que nos promete la cultura dentro de la cultura, el interior dentro del interior: El hombre exige de la vida conseguir felicidad y lograr mantenerla, pero lamentablemente en contraposición a esto, también experimenta situaciones de sufrimiento que impiden su propósito. Las principales acciones de displacer se enmarcan en tres fuentes: el miedo a la muerte, el miedo a la amenaza del mundo exterior (naturaleza) y el temor a los vínculos sociales. Estos tres fantasmas se perciben en su totalidad sin distinción, a no ser por una exigencia analítica.

Pero una salida cultural dentro del malestar cultural es la recepción cultural. Recibir otra cultura implica la esperanza de que otra cultura nos enseñe a sobrellevar la angustia de la propia cultura.

No recibimos una cultura para amarla, sino para dejarnos amar por ella. Ahí se presenta la dificultad. Es más violento que Aquiles haya aceptado su destino trágico, su destino fatal, la muerte certera que le es propuesta, en vez del regreso a su país, con su padre, en el seno de sus campos, si persigue la venganza de Patroclo. Pero Patroclo no era su amado, al contrario, Patroclo era quien lo amaba. Fedro articula que Aquiles, de la pareja, era el amado, que sólo podía tener esa posición, y que es por esta posición que su acto, que es finalmente aceptar su destino tal como está escrito. Lacan lo manifiesta de este modo:

 

“A través de un examen de los textos, es él el amante. Lo que nos interesa, no es eso. Es simplemente esta primera puntuación, este primer modo donde aparece algo que tiene una relación con lo que les he dado cama siendo el punto de mira en el cual vemos a avanzar, es que, sea lo que sea lo que los dioses encuentran de sublime, de más maravilloso que todo, es cuando el amado se comporta finalmente como uno esperara que se comportase el amante” (Lacan, 2003: clase 3, 30 de noviembre de 1960).

 

No obstante, tendemos a decirlo todo, como si estuviéramos comprometidos. Pero no lo decimos. Decimos que amamos, para no decir que comprometemos nuestra matemática del uno, del lenguaje tendiente a la tranquilización del sujeto como uno mismo. Una matemática que sería solo poética, de lo contrario el imperio del lingüismo nos trastornaría a amar a quien nos ama porque nos aman, alguien nos amó antes de que lo amemos[4]. En este sentido, buscamos otra cultura que nos ame, tal como la amamos desde nuestra concavidad uterina de lo cultural, hasta que se abra con su llegada. Y no queremos amar a una cultura específicamente, sino sentir la deuda que tenemos con ella.

 

El amor leonino del padre.

 

El que nos ama es el padre, aquel de fornida perspectiva de león por quien daremos la vida, como daríamos la vida por el rey con peluca de león que utilizaban los reyes del siglo XVII. “Ese atavío es el ropaje del que debe ser amado a pesar de su peluca de león”. (Lacan, 2003: clase 9, 25 de enero de 1961) La peluca llena de mugre, de gusanos, de ratas de los reyes leones. Queremos recibir una cultura para que nos de la posibilidad de amarla, de abrirle la puerta y, por tanto, de que entre como otra, pero que a la vez sea la rata y el león. Recibimos así a la cultura o, por otra parte, la cultura se deja recibir. Que vuelva el padre león, al que no habíamos tenido en cuenta, que habíamos olvidado. El padre ha de volver como león y amado como gusano y como rata olvidada en la peluca. No nos atrevemos a reconocer la ascosidad del león que amamos, preferimos recordarnos amando una cabellera noble y leonina de padre. No hay memoria posible para el mugriento pelambre, hay memoria de la cabellera noble u olvido de las ratas. Pero no se trata de ausencia de memoria sino de rechazo de la memoria a la ausencia, de necesidad de olvido con contenido.

Es plenamente eficaz reconocer que lo olvidado es la memoria. Lo olvidado no tiene que ver con el olvido en tanto que lo precisamente olvidado es el acto de hacer memoria. La supervivencia del recuerdo equivaldría al olvido. “En nombre de la impotencia, de la inconsciencia, de la existencia, reconocida en el recuerdo en la condición de lo virtual. No se trata pues del olvido que la materialidad pone en nosotros, el olvido por supresión y borrado de las huellas, sino del olvido que podemos llamar de reserva o de recurso” (Ricoeur, 2000: 563).

Hace falta olvidar para tener memoria. Hace falta olvidar la memoria para hacer memoria. Los recuerdos no son la memoria sino imágenes aisladas que no permiten organizar el vínculo entre lo olvidado y la rememoración.  No se tiene memoria de lo que no se olvida. Debe haber un recurso o reserva de olvido para que hagamos presente lo que fue, y que fue olvidado.

En la recepción de la cultura lo que deseamos es olvidarnos de lo nuestro, o mejor de un nosotros siempre en presencia. Podríamos llamar pulsión de memoria cultural, como caso de que deseamos reanimar nuestra memoria aceptando el olvido. Un olvido de lo paterno en la madre. Esta es la razón por la que se justifica a Edipo como caso de incesto. Edipo no sabe, no reconoce, no ha olvidado a su madre, la tiene presente, tan presente que cuando se enamora de ella se enamora de otra persona, no es capaz de recomponer su historia de rememorar y sacar conclusiones porque la memoria no es posible para él, porque no ha olvidado. No porque Edipo mató a su padre, tampoco porque él tenga deseos de emparejarse con su madre, porque esto, se repite en otras situaciones.

Pero no es por eso que él lo ha elegido. Hay otros héroes además de Edipo que reúnen el lugar de esa conjunción fundamental. Lo importante que Freud encuentra como su imagen fundamental en la tragedia de Edipo es que “él no sabía que había matado a su padre y que se acostaba con su madre” (Lacan, 2003, clase 7, 11 de enero de 1961). Pero no saber no quiere decir no tener memoria, sino no tener una ausencia que se siente como olvido, una suerte de vacío de reserva para hacerse la pregunta. A Edipo no le entra la advertencia del ciego, del oráculo, pues no tiene reserva. Nadie puede decirle lo que no ha olvidado.

Lo que Edipo no entiende es que es el sujeto de la ley del olvido. La ley del olvido permite pensarse en universalidad, con derechos universales, en situación sedimentada, como una ley, como una institución. Y en eso parece haber un olvido del acontecimiento. Lo que Edipo olvida es su acontecimiento, como no estando al tanto del acontecimiento. Todo parece girar en la relación entre verdad y ser, pero en la espera de un acontecimiento Estar sujeto a la ley del olvido es sentirse en el acontecimiento fundador, a partir de lo cual todas las normalizaciones se sostienen por ese acontecimiento. El acontecimiento hegemoniza, de modo tal que el mundo rueda por el acontecimiento. Lo que no sabe, lo que no puede suponer, lo que no puede rememorar es que desde la misma posición de lo eventual puede conjeturarse que el acontecimiento descompone la norma vigente para instaurarse como referencia real. El acontecimiento funda, pero hace que toda una universalidad gire alrededor de tal acontecimiento (Zizek, 2001:197) pero no como un mito, sino como el acaecer histórico que funda una situación organizada que des normaliza otras tradiciones y fenómenos hasta hacerlos girar[5]. Lo que gira alrededor del acontecimiento no es el recuerdo del acontecimiento fundante, sino la memoria que el acontecimiento fundante derrama hacia fuera. Lo que funda Edipo es la ley del acontecimiento en cuanto memoria de lo olvidable. Al olvidarse el acontecimiento, hace falta la memoria de la cual Edipo carece y lo que le revelan los adivinos no es más que la advertencia que Edipo no puede rememorar porque ignora el acontecimiento como olvido, pues solo le bastan los recuerdos. Más que un acontecimiento su conciencia es de mito, de narración siempre fluyente no acaecida.

 

El encuentro cultural de las mitades.

 

Frente a la ley del olvido se presenta el panorama del encuentro cultural, no como un conflicto sino como el choque de dos mitades. Dos mitades que conforman la verdad. En la Ilíada Antíloco es acusado por Menelao de haber cometido una trampa en una carrera mantenida por ambos, durante la celebración de los juegos de encomio a Patroclo. Menelao jura por los dioses decir la verdad, mientras que Antíloco no lo hace y accede a reconocer que había cometido infracción en la carrera.

Otra cosa distinta se produce en el descubrimiento de la verdad de Edipo. Es un descubrimiento de mitades que se encuentran. Michel Foucault plantea una teoría a la que llama “de las dos mitades” (Foucault, 1997: Conferencia II). Dos mitades opuestas que sin embargo concuerdan cuando se unen. Tiresias el ciego concuerda con Apolo, dios de la Luz, y ambos concuerdan en la verdad con los esclavos que vieron a Edipo cuando era un niño. Puede decirse, pues, que toda la obra es una manera de desplazar la enunciación de la verdad de un discurso profético y prescriptivo de otro retrospectivo: ya no es más una profecía, es un testimonio. Es también una cierta manera de desplazar el brillo o la luz de la verdad del resplandor profético y divino hacia la mirada de algún modo empírica y cotidiana de los pastores. Entre los pastores y los dioses hay una correspondencia: dicen lo mismo, ven la misma cosa, pero no con el mismo lenguaje y tampoco con los mismos ojos.

En la fotografía de Roberto Farriol, “Salida Del Palacio De La Moneda”[6], fotografía en la que, como ya dijimos, las dos puertas antiguas se abren y desabrigan un interior arcaico, mostrando un exterior con mayor desabrigo todavía, como si la memoria aconteciera desde una vieja cultura a una cultura presente para darle cobijo. Se puede ver algo que es reiterativo. La fotografía muestra que se sale de un pasado, de una casa colonial, en este caso El Palacio De La Moneda. Desde ese lugar se ve una ciudad moderna con monobloques funcionales.

La puerta del Palacio está abierta y, siempre queda abierta, un útero que alumbra el expectante parto, echando un vistazo del mundo, desde la oscuridad interior, propuesta por un gran farol negro, una luz negra que interrumpe la claridad del cielo. Es la penuria de la noche que muestra una época indigente. El farol ya no alumbra, es alumbrado por un cielo sin sol. Una medianoche del farol de estilo colonial, pero indigentemente, como la indigencia que se entenebrece “totalmente por el hecho de que solo aparezca ya como carencia que quiere ser subsanada. No obstante, la noche del mundo debe concebirse como destino que sucede mas allá del pesimismo y del optimismo” (Heidegger, 1960: 223) Y esa puerta es la que deja entrar al observador de cada una de esas pequeñas ventanas. En este episodio, parecen encontrarse dos culturas, que no obstante son dos mitades en un acontecimiento. Hay una mitad que es antigua y otra que es moderna. Una mitad abre sus puertas desde la oscuridad. La otra recibe la luz. Estamos ante un acontecimiento multicultural que funda un ciclo, el ciclo del testimonio del pasado frente a la revelación actual, el ciclo del olvido que da lugar a la luz rememoradora.

Si bien pareciera que la foto es obtenida desde un oscuro lugar, lo que se deja ver es la mitad receptora de la fotografía. Una mitad que permite hacer una retrospectiva del acontecimiento en el cual dos mitades se vinculan, otra mitad que abre sus puertas a la recepción. Una mitad esta sublimada por otra, aunque no sabemos cuál, pero sabemos que ambas partes estarían componiendo un malestar en la cultura si no resignaran que lo sublimado deja entrar a lo sublime. En las pequeñas ventanas del edificio con el que se enfrenta el Palacio de la Moneda parece haber una colmena de ojos, un gran monstruo ojudo, un coloso al que invitamos a ser visto desde nuestra oscuridad. Un Dios huido al que llamamos desde el abismo nuestro, que esconde y nota todo, tal cual lo hace expreso Heidegger apoyado en Holderlin. “Quien de los mortales debe llegar al abismo primero y de otro modo que los demás se entera de las notas que el abismo nota. Son para el poeta las huellas de los dioses que han huido” (Heidegger, 1960: 224).

Como en el caso de lo señalado para Edipo, la prescripción ensambla con lo retrospectivo, de forma que ya no sea posible otro acaecer donde la llegada de los altos edificios a las puertas sea también la salida en búsqueda de un acontecimiento no fundador de una normalidad solamente, sino interruptor de una normalidad en vigencia. Las puertas están abiertas, pero aun se ve el interior de lo interior, el preámbulo del parto, el paso previo a pasar a la luz desde el pasado, aun pasado y aun presente. Presente, aunque aun al pasar el paso será por el pasaje parergonal del discurso. No habrá mitad pasada, sino mitad de paso, de pisada.

 

 

Bibliografía:

 

Badiou, Alan (1997/2006): www. lacan.com /EBSCO Publishing, Inc. “Lacan and the Pre-Socratics”.

Foucault, Michel (1997): La Verdad Y Las Formas Jurídicas.. Editorial: Gedisa. Octubre.

Freud, Sigmund (1966): El Malestar En La Cultura. Alianza Editorial, 2006. primera edición. Colección libro de bolsillo.

Heidegger, Martin (1960): Sendas Perdidas. Título original: Holzwege. Traducción del alemán: José Rovira Armengol. Editorial: Losada. Buenos Aires, (3ª edición, 1979).

Didi-Huberman, Georges (2006). Ante el tiempo. Editorial Adriana Hidalgo Editora

Lacan, Jacques (2003): El seminario. Libro 8. la transferencia. Buenos Aires, Paidós.

Lacan, Jacques (2004): El seminario. Libro 20. Aun. Buenos Aires, Paidós

Ricoeur, Paul (2000): La Memoria, La Historia, El Olvido. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,

Zizek, Slavoj (2001): El Espinoso Sujeto. Buenos aires, Paidós.

 



[1] Doctor en Filosofía, especialidad en Hermenéutica Pragmática, Universidad Autónoma de Madrid. 
Fundador y director de la revista Hermeneutic, Universidad Nacional de la Patagonia Austral, Argentina.

[2] Otro rasgo distintivo es el cuidado psíquicas superiores, entendiéndose por estas a las científicas, intelectuales y artísticas que forman las ideas y las representaciones que poseen los hombres acerca de la vida, además su instauración permite el desarrollo de un nivel elevado de cultura.

 

[3] Lo que se plantea aquí es el contradictorio fondo de la pauta iluminista: el hombre defenderá siempre su individualidad en contra de la voluntad colectiva como cuerpo social, tratando de establecer un equilibrio entre ambas, un equilibrio que no parece ser lograble. Esta búsqueda de equilibrio se realiza sobre el desequilibrio que se plantea en tres áreas: el cuerpo, la naturaleza y el otro.

 

[4]Es oportuno mencionar que Badiou contempla en Lacan una gloriosa y formidable inocencia matemática proveniente de los Presocráticos, que prefiguran la matematizacion poética.  “This is why their writings prefigure mathematization, although the latter is not present in its literal form. The premonition appears in its paradoxical inversion, the use of poetic form. Far from opposing, as Heidegger did, the Pre-Socratic poem to Plato's matheme, Lacan has the powerful idea that poetry was the closest thing to mathematization available to the Pre-Socratics. Poetic form is the innocence of the grandiose. For Lacan, it even goes beyond the explicit content of statements, because it anticipates the regularity of the matheme”. Lacan and the Presicratics. lacan.com 1997/2006.in LACAN.COM.EBSCO Publishng, Inc. El ejemplo que utiliza Lacan es del Seminario Encore: “Afortunadamente, Parménides en realidad escribió poemas. ¿Acaso no emplea -en esto priva el testimonio del lingüista- aparatos de lenguaje que se parecen mucho a la articulación matemática, alternancia después de sucesión, encuadramiento después de alternancia? Ahora bien, justamente porque era poeta, Parménides dice lo que tiene que decirnos de la manera menos necia. Si no, que el ser sea y que el no ser no sea, yo no sé qué les dice eso a ustedes, a mí me parece necio. Y no hay que creer que me divierte decirlo”. Lacan, (2003. Clase 2, 19 de diciembre de 1972).

 

[5] Seguimos la condición planteada por Slavoj Zizek en referencia al acontecimiento. Existe para este autor una brecha que separa a Badiou de Laclau. Para Badiou el acontecimiento es un acaecer raro y contingente dentro del orden global del ser. Para Laclau cualquier orden del ser es siempre y en sí mismo la sedimentación de algún acontecimiento pasado, la “normalización de algún acontecimiento fundador”. El Espinoso Sujeto, 196,197.

[6] Roberto Farriol es artista visual y profesor titular de la Pontificia Universidad de Chile. La fotografía es inédita. El título de la fotografía es tentativo y más bien descriptivo del acontecimiento de salir del Palacio De La Moneda.